Es indiscutible: SIN CIENCIA NO HAY FUTURO, pero hay ocasiones en que la Ciencia no se utiliza para el progreso y el bienestar de la humanidad, sino para fines perversos o destructivos. Aunque la finalidad última de la Ciencia es el desarrollo de técnicas o experiencias que puedan ser útiles para resolver problemas, curar enfermedades, o hacer más fácil la vida de las personas, excepcionalmente la Ciencia se emplea para el fin más deleznable, para la actividad más inhumana y despiadada que puede realizar nuestra especie Homo ¿sapiens?: la Guerra.
Los "Homo sapiens" que desencadenan las guerras son las clases políticas y económicas dirigentes y los que sufren directamente las consecuencias son ciudadanos inocentes, civiles o militares, hombres, mujeres y niños. Un ejemplo muy evidente fue la bomba atómica.
Todo empezó en agosto de 1939, el científico Leó Szilárd buscó el apoyo de Albert Einstein y escribieron junto a otros científicos varias cartas con el fin de advertir al Presidente de los Estados Unidos Franklin Delano Roosevelt para que tuviera en cuenta las investigaciones del propio Leó Szilárd y Enrico Fermi que estudiaban las posibilidades del Uranio como una nueva fuente de energía, explicando también la posibilidad de fabricar con él bombas muy potentes, este aspecto en particular les preocupaba especialmente, pues tras el descubrimiento en 1938 de la fisión del Uranio por Otto Hahn y Fritz Strassmann publicado el día 6 de enero de 1939, pensaban que los alemanes podrían estar en disposición de fabricar bombas nucleares.
Las bombas se desarrollaron años más tarde en el proyecto Manhattan y como consecuencia del ataque aéreo masivo de la flota japonesa a la base americana de Pearl Harbor en Hawái el día 7 de diciembre, por orden expresa del Presidente de los Estados Unidos Harry S. Truman, se arrojaron sobre las ciudades japonesas de Hiroshima el día 6 de agosto de 1945 y sobre Nagasaki tres días después. (fueron la excepción que confirma la regla: hasta hoy los únicos ataques nucleares de la historia de la humanidad) pero a parte de sus efectos geopolíticos o geoestratégicos, supusieron la muerte de más de 245.000 personas, la mayor parte civiles y por tanto inocentes. Unas fallecieron por lesiones en el instante de la explosión, otras debido al envenenamiento por la radiación y las demás murieron lentamente por leucemia u otros tipos de cáncer.
La completa devastación causada por las explosiones, junto a la guerra de los soviéticos contra Japón, desencadenaron la rendición del Imperio japonés y el final de la Segunda Guerra Mundial.
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